sábado, 9 de noviembre de 2013

El hombre de hielo

Sintió un extraño escalofrió apenas la matrona lo dejó en sus brazos. Entonces lo contempló por primera vez no sin cierta vacilación.  Aún tenía los ojos cerrados e hinchados, constreñidos por el trauma del alumbramiento, y estaba helado como un carámbano, tanto que creyó que lo había parido muerto. Puede que en eso se parezca a su padre, pensó distraída para espantarse esa idea de la cabeza. Al fin y al cabo es sangre de su sangre, ADN de su ADN. Pero aún no lloraba. Siempre había creído que eso era lo primero de todo: el llanto iniciático. Nuestro salvoconducto en este valle de lágrimas.
Aunque ciertamente mirándolo bien sí se le parecía. Al menos a las fotos que ella había visto del padre cuando leyó aquella increíble noticia en los periódicos de Viena. Sí, tenía que reconocerlo: aquel guiñapo arrugado, cerúleo y sanguinolento que aún no se movía era el vivo retrato de su progenitor. Qué maravilloso milagro el de la genética que se impone al tiempo y a las convenciones, siguió pensando rodeada de las miradas ávidas y expectantes de toda aquella corte de figuras embatadas que parecían estar leyéndole los pensamientos: ¿sabrá usar su índice igual para moverse por la pantalla del Ipad que para marcar de sangre la pared de una cueva? Esa fue la extravagante pregunta que se le vino a la cabeza, la primera que materializó de las muchas que se afanó en evitar para no ceder en la inamovible determinación que tomó cuando conoció la historia de aquel hombre. Porque tal vez fue eso, que se prendó más de su historia que del hombre en sí. Eso pasa, sucede a menudo en todos los lugares ¿qué tenía lo suyo entonces de particular? Puede que en el fondo la cuestión sea mucho más simple, concluyó, y resulte aún difícil, a estas alturas, ser madre soltera en Austria…
 Fue entonces cuando abrió los ojos. Había oído decir que los recién nacidos aún no veían del todo bien, por eso le sorprendió la obstinada fijeza con que la miró. Había un brillo de rencor animal y un poso de censura en aquella mirada, como si le estuviera reprochando haberlo despertado de una hibernación de siglos.
 Volvió a sentir otro escalofrío, está vez más intenso, más nítido, como de miedo atávico, cuando comprendió que su hijo, que le seguía sosteniendo la mirada desafiante, no iba a llorar. Ni entonces ni nunca.

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