sábado, 25 de septiembre de 2021

UN INSTANTE CONGELADO

El pintor ha parado un momento. Entonces el silencio se adensa (sólo hay un leve arrullo de sedas), cuando deja de agitar el pincel en la vieja escudilla de latón. Observa el lienzo gigante que tiene ante sí. Se retira un paso, luego otro. Ninguno de los presentes, expectantes y aburridos, sabe qué pasa en ese momento por su cabeza de noble ondulado, que ladea. Entorna los ojos y escruta con su mirada ávida y meridional la superficie tersa de la tela. La estancia huele a humedad y a aceite de linaza y la luz tamizada que se filtra por los altos ventanales ofrece una agradable penumbra para el trabajo y la reflexión. También para el sueño por lo que parece, al menos el perro no se ha resistido y bosteza ostensiblemente mientras se echa, vencido por la modorra. El pintor, que sigue ensimismado delante de su gran obra, sonríe. Puede que esté calculando el próximo paso, la siguiente pincelada. O puede que tenga el pensamiento lejos, en otros asuntos más mundanos. En todo caso, se le intuye satisfecho. Tanto, que se diría que no ha advertido siquiera que tiene regia visita. Justo cuando los demás, alerta, la han adivinado de refilón a través de un viejo espejo y empiezan a articular, una vez más, la consabida coreografía de genuflexiones. Al pintor le da lo mismo, parece que ese momento, que el Tiempo, le es indiferente. Su mirada trasciende el instante que acaba de dejar congelado en el lienzo. 

Velázquez, ajeno a todo, se vuelve. Y nos guiña un ojo.


viernes, 8 de mayo de 2020

LA CASA

Todo el mundo en la casa estaba en vela desde las cinco de la mañana.
Cuando una vaca iba a parir, nadie podía dormir bien. Primero eran los mugidos interminables durante el sueño quebradizo por el alboroto en el tinador. Después el madrugón para recibir al veterinario y preparar los útiles. Por último, el espectáculo de la vida.
 Una vez asistí a un parto y juré que no repetiría. Pasen y vean, la imagen está grabada en mi retina: mi tío, aún vivo, enfangado de mierda y sangre de la placenta ayuda a mi abuela a levantar el rabo de la pobre vaca, que se revuelca en sus propios orines y no deja de quejarse y defenderse, soltando coces a diestro y siniestro, mientras el veterinario introduce su fornido brazo en las entrañas de la bestia. El espectáculo de la vida. Y un carajo.
Yo había visto llegar al veterinario, un tipo calvo y corpulento al que ya conocía de esa  ocasión anterior, todavía de noche cerrada, dirigiéndose presuroso hacía la cuadra con su maletín anacrónico y remangándose, pese al frío, para colocarse aquellos guantes tan largos que le llegaban hasta el hombro. 
Recuerdo nítidamente el trajín de mi abuela en la cocina manejando cacharros de brillos metálicos con una misteriosa reminiscencia quirúrgica. Una leve figura negra y enjuta moviéndose nerviosa a la luz dramática de una bombilla desnuda, como esas polillas que aparecían las cálidas noches de verano, grandes como gorriones, soliviantando la indolencia canicular de los perros. 
Pero esa noche hacía mucho frío. A lo lejos se escuchaban los cantos de los gallos más aventajados y por los escarchados cristales de la entrada principal, desatrancados los pesados portones de madera que guardaban la casa de la noche oscura, despuntaba en el horizonte la claridad púrpura de un embrionario amanecer. Alguien había preparado ya una copa de cisco y el humo de la alhucema quemada cristalizaba los jirones de niebla que se colaban por la puerta abierta de la cuadra, al fondo de la cocina, por la que llegaban mugidos cada vez menos espaciados desde el tinador. Imaginé que el veterinario ya estaría haciendo uso de sus guantes tan largos. Vi a mi abuela salir cargada de bártulos. Cuánto echará de menos la ayuda de mi tío, pensé, pese a que siempre me maravilló la vitalidad con la que aquella mujer octogenaria, que había perdido a su marido hacia demasiado tiempo y demasiado temprano a un hijo, se enfrentaba estoica a los quehaceres de la casa, sin mostrar nunca el menor atisbo de debilidad o renuncia. 
Mi madre y mi tía relevaron en la cocina a mi abuela y pronto empezó a ganarle terreno al aroma de la alhucema el olor inaugural del café recién molido. Yo tenía mucho sueño – no acostumbraba a madrugar tanto los fines de semana que pasaba en la casa – y decidí cobijarme en la penumbra del salón y acurrucarme en uno de sus mullidos sillones.
La pequeña estancia no estaba del todo a oscuras. En el aparador despuntaba una tenue luz escarlata que se multiplicaba mortecina en el reflejo siniestro del espejo. Inmediatamente caí en la cuenta de que acabábamos de inaugurar el mes de noviembre, el mes de los muertos. La llama de la palmatoria me descubrió una colección fantasmal de rostros atrapados en un tiempo que ya no les pertenecía. Reconocí de nuevo las caras. Algunas las recordaba, otras sólo las conocía por aquellos mismos retratos, la mayoría de antiguos carnés en desuso. Volví a ver la expresión cansada de mi tío, los rasgos demacrados por la enfermedad, la nariz afilada y el mentón sin rasurar que yo tanto le reprobaba cada vez que me quería dar un beso, el gesto bonachón de mi abuelo, con su corte de pelo al cepillo tan característico, no viejo aún, quizás nunca lo fue tanto para los ojos del niño que nunca llegó a conocerlo. Volví a encontrarme con rostros no habituales más allá de aquella galería inanimada de espectros que reaparecían cada mes de noviembre, rostros más o menos anónimos que se perdían en retorcidas ramas genealógicas, pero de los que todavía alguien en aquella casa, mi abuela, honraba con su memoria.  
Olía fuerte a jazmín cuando me acerqué y apoyé, alzándome de puntillas, la barbilla en la encimera del aparador. El contacto con la fría superficie del mármol me hizo sentir un escalofrío antiguo, como si viniera del pasado de mi médula. ¿Qué sentido tenía aquello?, ¿No bastaba la memoria íntima?, ¿no bastaba, tal vez, con la piedra inscrita, con llevar flores de vez en cuando a una tumba?, ¿por qué ese tétrico teatro de bruma y guiñoles?
Ya en el sillón me venció el sueño justo cuando la llama se apagaba. Desperté con un sobresalto inesperado que me instaló en una duermevela reconfortante. Entre el velo esmerilado de mis pestañas distinguí la incipiente claridad de la mañana a través de las rendijas de las persianas. Calculé que habría pasado más de un hora. Ya no se escuchaban mugidos. Me acurruqué. Sorbí un hilillo de baba díscola. Por fin ha parido, pensé casi en sueños, los guantes del veterinario estarán ahora hechos un adefesio. Sentí el leve roce de unas sandalias arrastradas y una masa oscura se colocó frente a mí. Oí un chasquido y olí a fósforo quemado. La figura que yo no había advertido, cuidando de no despertarme, se dejó caer, extenuada, en el sillón de al lado. Reconocí el hondo suspiro de mi abuela. La llama volvió a aparecer. Me llegó un fuerte tufo a estiércol y a entrañas calientes.
 –Maldita sea esta casa...
Lo dijo casi sin querer o más bien lo escuché casi sin querer. En todo caso fue un susurro. Imaginé que tendría el brillo de la lamparilla clavado en sus ojos glaucos, veteados de sangre. Maldita sea, repitió entre dientes. No me moví siquiera. Se estaba bien allí. No quería interrumpirle a mi abuela el tiempo de recordar y perpetuar. También el de aborrecer.

viernes, 20 de enero de 2017

JET LAG

JET LAG

Para Rosa

Llegamos bordeando la frontera de sombra
de una asimetría celeste desconocida
que ya nos descuadró en el aire los días y el calendario
(Tú me vigilaste las horas del viaje más largo)
Eso agravó la sensación de exilio tan intensa:
no saber si escapábamos o regresábamos,
si del pasado al futuro o al revés,
y viceversa.
Cuando tomamos tierra
anduvimos torpes y pesados 
por las arterias obstruidas de la ciudad,
boqueando desesperados como peces en un acuario de gelatina,
mientras intentábamos aclimatarnos 
buscando las coordenadas 
que creíamos tener aprendidas de memoria
pero que las calles se empeñaron
en evitarnos en cada esquina,
convirtiendo el mapa de papel de Tokio 
en un laberinto hostil de cables y cemento.
Émulos ufanos de Teseo 
ya no nos abandonó nunca 
esa sensación muelle de peregrinos lunares.
Casi siempre boquiabiertos y expectantes
fuimos trazando rutas invisibles
con hilos de ceniza y granos de arroz
en pos de dioses musculados de purpurina,
soñando a ras de suelo 
con anillos de futuro en los fondos de los estanques
que custodiaban para ti sirenas arco iris.
Cazamos grullas de papel
ateridos de frío nuclear pese a la canícula,
bordeamos las noches por precipicios de neones,
donde descubrimos los arcanos de las mujeres inmortales
y la música que hay en las piedras y el agua.
Dimos de comer a los ciervos
y a los espíritus rojos de los zorros,
coronamos la cima un atardecer de terciopelo 
que se derramaba sobre Kioto por la cremallera de los siglos.
Y volvimos.
Y vino el jet lag luego 
a rematarnos las certezas moribundas,
a mezclarnos las imágenes 
en el insomnio inducido de la madrugada,
como un veneno de acción lenta,
confundiéndonos en la vigilia
lo soñado con lo vivido,
desnortándonos 
para borrar todas las huellas 
y para sembrar todas las dudas:
para convertir nuestras vacaciones en mitología.






viernes, 27 de mayo de 2016

El amanecer



Y fíjate que hay quien dice que no es un amanecer. Pues no fue eso precisamente lo que me prometiste, maldito embaucador. Tienes razón, yo te prometí algo mejor: te prometí el amanecer. Ya. Et voilà, ahí lo tienes. ¿Atrapado en un decadente marco de rocalla?, venga ya, lo cierto es que cuando me diste los billetes para París pensé que te lo habrías currado un poco más, mon amour. ¿Y de verdad que te parece poco? Bueno, llámame ingenua si quieres, pero había pensado en algo más romántico, no sé, lo típico, me apuesto lo que sea a que todas las mañanas tiene que haber unas vistas estupendas desde el Sacre Coeur, pero dime ¿por qué desmerecer el original trayéndome delante de una burda copia?, a ver. Es que yo creo que es más bien al contrario. Eso no tiene sentido, arguméntamelo. Pues mira, esto que tienes delante ya es un Hecho Trascendental que poco tiene que ver con el suceso cotidiano gastado por la repetición: aquí está preservado, salvado de su consustancial fugacidad, por decirlo de algún modo, podría afirmarse que es más excepcional. Venga, macho, yo seré una cursi, pero tú suenas de un fatuo que tira para atrás. Piénsalo. Por favor, si sólo se ven manchas y brochazos, los colores muy bonitos eso sí, pero yo no identifico ahí nada trascendente, todo lo contrario: que el sol obstinado consiga imponerse cada mañana pese a todo sí que lo es, ves, en eso acertó el bueno de Monet, en el tema, aunque claro, si ni los estudiosos, como parece, se ponen de acuerdo en dilucidar qué momento del día intentó plasmar aquí, se complica mi teoría, ¿no?… Pero eso no es lo sustancial, ¿no te das cuenta? por eso quizás no lo tituló de una forma u otra, para no dar pistas… ¿Entonces en qué quedamos?, creo que te estás contradiciendo, mon chèri. Él lo llamó simplemente “Impresión” porque no tenía claro que pudiera pasar siquiera por una vista del puerto de Le Havre, que es donde lo pintó, cuando le pidieron un título para el catálogo. Eso de “Sol naciente” es un convencionalismo que alguien tuvo que añadirle después por su cuenta y riesgo, seguramente un crítico, ya sabes lo dados que son a poner etiquetas. Y así se quedó. Pues si todo el mundo lo dio por bueno por algo sería, ¿no te parece? No te creas, eso no es del todo así, ya te digo que ni te imaginas la de investigaciones que se han hecho sobre el asunto a posteriori para poder refutarlo. ¿En serio?, venga hombre, no me fastidies, ¿qué podría aclararse objetivamente ante tanta indefinición?, ¡dichosa manía esa de ver cosas donde no las hay! Una vez leí que un astrónomo había precisado el día, el lugar y la hora de su creación a través del estudio de las mareas, la posición del sol y la dirección del viento. Fíjate que hasta llegaba a contradecir la fecha con la que lo firmó el propio autor, y con un año de diferencia nada menos. Eso ya roza lo ridículo, ¿no te parece? ¿Y cuál fue su conclusión, si puede saberse? Ya siento curiosidad. No, déjalo, no me lo digas. Total, que en definitiva esto es como aquella parida de Magritte con la dichosa pipa, ¿no? Un amanecer que pudiera no ser un amanecer. Ya te lo advertí, querida, es más que eso: es el amanecer.

miércoles, 27 de abril de 2016

¿Qué haría hoy Don Quijote con los molinos? #MolinosQuijote

- ¿Qué molinos? - dijo Sancho Panza.
- Aquellos que allí ves - respondió su amo - con esas aspas largas, que podrían medir casi dos leguas, calculando en esta distancia. 
- Mire vuestra merced - resopló Sancho frotándose los ojos -  y que mal rayo me parta, que esta vez aquellos que allí se asoman no son molinos, sino que parecen extraños seres desgarbados y gigantescos, y lo que en ellos se figuran aspas son sus brazos o tentáculos, que avisados de nuestra presencia esperan a blandir en nuestra contra. 
 - Parece mentira - respondió Don Quijote - que no estés aún cursado en esto de las aventuras; ellos son molinos, y si tienes miedo quítate de ahí, déjame que me acerque y disfrute de lo que sin duda es una obra de ingeniería fabulosa, que podría hacer palidecer a aquellos hispanos antiguos que levantaron el acueducto de la noble villa de Segovia. No ves que el malvado Malambruno ha tenido que extraviarnos el sentido y sin duda nos habrá hecho viajar a otro tiempo, confiados a lomos de su fiel caballo Clavileño… ¿No oyes, Sancho, ese zumbido a lo lejos? Reconocería el rumoroso siseo de la energía a miles de leguas de viaje… 
 - Pues que me aspen si no me sonara más bien al ronquido del gigante aquel enemigo de la princesa Micomicona de Etiopía, mi señor don Quiijote. Y que tampoco es que ande vuesa merced muy ducho en eso de distinguir sonidos de mecanismos motores, ¿o tengo que recordarle el episodio de aquella noche en el batán?...
Y diciendo esto Sancho, dio de espuelas a su caballo Rocinante don Quijote, sin atender a las voces que su escudero le daba, advirtiéndole que sin duda alguna esta vez sí eran gigantes, y no molinos de viento aquellos que con los que iba ufano a encontrarse. Pero él iba tan puesto en que eran modernos molinos de viento, que ni oía los avisos del bueno de Panza; antes iba diciendo en voces altas y enarbolando la lanza en ristre: ¡Iberdrola, Iberdrola!, por ser esa la extraña inscripción que se leía coronando la cúspide de aquellos engendros del demonio. Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por Don Quijote, creyó que había dado con el abracadabra que accionaba el mecanismo mágico, pues extrañamente había unos que se movían y otros que no, contraviniendo las leyes naturales, ya que si hubiera sido por el soplo de Eolo todos se hubieran movido a la vez.

viernes, 1 de abril de 2016

Díptico de la espera

I

En este panorama de alfiles derribados
yo ya me sé todos los apellidos del mundo 
y hay una legión de luciérnagas en la máquina del agua
que contrapuntea con su zumbido de estrella
los llantos lejanos en la madrugada, 
afilados por el sueño.
Hay a mi lado un borracho que ronca como un toro rojo
mientras sigue la megafonía empeñada 
en su salmodia extraña de ecuaciones ininteligibles:
demasiadas Dolores en las consultas de clasificación...

II

Escampa la tormenta metálica de voces 
y queda una calma densa  
como la que precede a un toque de duelo (o de queda).
Las luces impávidas parpadean 
traduciendo en morse
soledades quirúrgicas de fantasmas,
mientras un mendigo de escamas azules 
ensaya una postura de faquir
que lo salve del abismo insondable de su existencia.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Nueve de Marzo

                                                                                                                                      Para Rosa 

 

Mientras tú montabas el sofá

la muerte traspapeló las instrucciones

confundiendo los tornillos de Ikea con los del ataúd

y las coronas de flores invisibles olían a aguarrás

cuando ya de noche no pude estrenarte en el tálamo caliente

porque me tocó velar un cuerpo frío de lagarto

(que no era ya de nadie).

Ni siquiera fue capaz de imponerse el invierno al día siguiente,

(como correspondía)

el primero de nuestra era,

colándosele la primavera por los renglones,

implacable y obscena en el camposanto,

haciendo supurar savia entre las grietas de los nichos,

improvisando ordalías de gorriones

y catafalcos trenzados con cipreses.

Cuando bajamos la cuesta

se vino una pena fiada a vivir con nosotros,

se quedó la otra casa murada,

mientras se deshojaban sus paredes de recuerdos,

 y rigió la memoria a este lado del mundo

durante demasiadas madrugadas 

insomnes y oceánicas

a través de este faro desde el que yo me empeño en alumbrar

el mapa de la tierra antigua,

cartografiado en sangre sobre las ortigas,

ahora que las abonamos juntos con lágrimas y risas 

y las recolectamos a dentelladas en guirnaldas de futuro:

un buen racimo de nuestras heridas

y un manojo de luz.