viernes, 8 de mayo de 2020

LA CASA

Todo el mundo en la casa estaba en vela desde las cinco de la mañana.
Cuando una vaca iba a parir, nadie podía dormir bien. Primero eran los mugidos interminables durante el sueño quebradizo por el alboroto en el tinador. Después el madrugón para recibir al veterinario y preparar los útiles. Por último, el espectáculo de la vida.
 Una vez asistí a un parto y juré que no repetiría. Pasen y vean, la imagen está grabada en mi retina: mi tío, aún vivo, enfangado de mierda y sangre de la placenta ayuda a mi abuela a levantar el rabo de la pobre vaca, que se revuelca en sus propios orines y no deja de quejarse y defenderse, soltando coces a diestro y siniestro, mientras el veterinario introduce su fornido brazo en las entrañas de la bestia. El espectáculo de la vida. Y un carajo.
Yo había visto llegar al veterinario, un tipo calvo y corpulento al que ya conocía de esa  ocasión anterior, todavía de noche cerrada, dirigiéndose presuroso hacía la cuadra con su maletín anacrónico y remangándose, pese al frío, para colocarse aquellos guantes tan largos que le llegaban hasta el hombro. 
Recuerdo nítidamente el trajín de mi abuela en la cocina manejando cacharros de brillos metálicos con una misteriosa reminiscencia quirúrgica. Una leve figura negra y enjuta moviéndose nerviosa a la luz dramática de una bombilla desnuda, como esas polillas que aparecían las cálidas noches de verano, grandes como gorriones, soliviantando la indolencia canicular de los perros. 
Pero esa noche hacía mucho frío. A lo lejos se escuchaban los cantos de los gallos más aventajados y por los escarchados cristales de la entrada principal, desatrancados los pesados portones de madera que guardaban la casa de la noche oscura, despuntaba en el horizonte la claridad púrpura de un embrionario amanecer. Alguien había preparado ya una copa de cisco y el humo de la alhucema quemada cristalizaba los jirones de niebla que se colaban por la puerta abierta de la cuadra, al fondo de la cocina, por la que llegaban mugidos cada vez menos espaciados desde el tinador. Imaginé que el veterinario ya estaría haciendo uso de sus guantes tan largos. Vi a mi abuela salir cargada de bártulos. Cuánto echará de menos la ayuda de mi tío, pensé, pese a que siempre me maravilló la vitalidad con la que aquella mujer octogenaria, que había perdido a su marido hacia demasiado tiempo y demasiado temprano a un hijo, se enfrentaba estoica a los quehaceres de la casa, sin mostrar nunca el menor atisbo de debilidad o renuncia. 
Mi madre y mi tía relevaron en la cocina a mi abuela y pronto empezó a ganarle terreno al aroma de la alhucema el olor inaugural del café recién molido. Yo tenía mucho sueño – no acostumbraba a madrugar tanto los fines de semana que pasaba en la casa – y decidí cobijarme en la penumbra del salón y acurrucarme en uno de sus mullidos sillones.
La pequeña estancia no estaba del todo a oscuras. En el aparador despuntaba una tenue luz escarlata que se multiplicaba mortecina en el reflejo siniestro del espejo. Inmediatamente caí en la cuenta de que acabábamos de inaugurar el mes de noviembre, el mes de los muertos. La llama de la palmatoria me descubrió una colección fantasmal de rostros atrapados en un tiempo que ya no les pertenecía. Reconocí de nuevo las caras. Algunas las recordaba, otras sólo las conocía por aquellos mismos retratos, la mayoría de antiguos carnés en desuso. Volví a ver la expresión cansada de mi tío, los rasgos demacrados por la enfermedad, la nariz afilada y el mentón sin rasurar que yo tanto le reprobaba cada vez que me quería dar un beso, el gesto bonachón de mi abuelo, con su corte de pelo al cepillo tan característico, no viejo aún, quizás nunca lo fue tanto para los ojos del niño que nunca llegó a conocerlo. Volví a encontrarme con rostros no habituales más allá de aquella galería inanimada de espectros que reaparecían cada mes de noviembre, rostros más o menos anónimos que se perdían en retorcidas ramas genealógicas, pero de los que todavía alguien en aquella casa, mi abuela, honraba con su memoria.  
Olía fuerte a jazmín cuando me acerqué y apoyé, alzándome de puntillas, la barbilla en la encimera del aparador. El contacto con la fría superficie del mármol me hizo sentir un escalofrío antiguo, como si viniera del pasado de mi médula. ¿Qué sentido tenía aquello?, ¿No bastaba la memoria íntima?, ¿no bastaba, tal vez, con la piedra inscrita, con llevar flores de vez en cuando a una tumba?, ¿por qué ese tétrico teatro de bruma y guiñoles?
Ya en el sillón me venció el sueño justo cuando la llama se apagaba. Desperté con un sobresalto inesperado que me instaló en una duermevela reconfortante. Entre el velo esmerilado de mis pestañas distinguí la incipiente claridad de la mañana a través de las rendijas de las persianas. Calculé que habría pasado más de un hora. Ya no se escuchaban mugidos. Me acurruqué. Sorbí un hilillo de baba díscola. Por fin ha parido, pensé casi en sueños, los guantes del veterinario estarán ahora hechos un adefesio. Sentí el leve roce de unas sandalias arrastradas y una masa oscura se colocó frente a mí. Oí un chasquido y olí a fósforo quemado. La figura que yo no había advertido, cuidando de no despertarme, se dejó caer, extenuada, en el sillón de al lado. Reconocí el hondo suspiro de mi abuela. La llama volvió a aparecer. Me llegó un fuerte tufo a estiércol y a entrañas calientes.
 –Maldita sea esta casa...
Lo dijo casi sin querer o más bien lo escuché casi sin querer. En todo caso fue un susurro. Imaginé que tendría el brillo de la lamparilla clavado en sus ojos glaucos, veteados de sangre. Maldita sea, repitió entre dientes. No me moví siquiera. Se estaba bien allí. No quería interrumpirle a mi abuela el tiempo de recordar y perpetuar. También el de aborrecer.