Sintió
un extraño escalofrió apenas la matrona lo dejó en sus brazos. Entonces lo contempló
por primera vez no sin cierta vacilación. Aún tenía los ojos cerrados e hinchados,
constreñidos por el trauma del alumbramiento, y estaba helado como un carámbano,
tanto que creyó que lo había parido muerto. Puede que en eso se parezca a su
padre, pensó distraída para espantarse esa idea de la cabeza. Al fin y al cabo
es sangre de su sangre, ADN de su ADN. Pero aún no lloraba. Siempre había
creído que eso era lo primero de todo: el llanto iniciático. Nuestro
salvoconducto en este valle de lágrimas.
Aunque
ciertamente mirándolo bien sí se le parecía. Al menos a las fotos que ella había
visto del padre cuando leyó aquella increíble noticia en los periódicos de
Viena. Sí, tenía que reconocerlo: aquel guiñapo arrugado, cerúleo y sanguinolento
que aún no se movía era el vivo retrato de su progenitor. Qué maravilloso
milagro el de la genética que se impone al tiempo y a las convenciones, siguió
pensando rodeada de las miradas ávidas y expectantes de toda aquella corte de figuras
embatadas que parecían estar leyéndole los pensamientos: ¿sabrá usar su índice
igual para moverse por la pantalla del Ipad
que para marcar de sangre la pared de una cueva? Esa fue la extravagante pregunta
que se le vino a la cabeza, la primera que materializó de las muchas que se afanó
en evitar para no ceder en la inamovible determinación que tomó cuando conoció
la historia de aquel hombre. Porque tal vez fue eso, que se prendó más de su
historia que del hombre en sí. Eso pasa, sucede a menudo en todos los lugares ¿qué
tenía lo suyo entonces de particular? Puede que en el fondo la cuestión sea
mucho más simple, concluyó, y resulte aún difícil, a estas alturas, ser madre
soltera en Austria…
Fue entonces cuando abrió los ojos. Había oído
decir que los recién nacidos aún no veían del todo bien, por eso le sorprendió
la obstinada fijeza con que la miró. Había un brillo de rencor animal y un poso
de censura en aquella mirada, como si le estuviera reprochando haberlo
despertado de una hibernación de siglos.
Volvió a sentir otro escalofrío, está vez más
intenso, más nítido, como de miedo atávico, cuando comprendió que su hijo, que
le seguía sosteniendo la mirada desafiante, no iba a llorar. Ni entonces ni
nunca.
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