sábado, 25 de septiembre de 2021

UN INSTANTE CONGELADO

El pintor ha parado un momento. Entonces el silencio se adensa (sólo hay un leve arrullo de sedas), cuando deja de agitar el pincel en la vieja escudilla de latón. Observa el lienzo gigante que tiene ante sí. Se retira un paso, luego otro. Ninguno de los presentes, expectantes y aburridos, sabe qué pasa en ese momento por su cabeza de noble ondulado, que ladea. Entorna los ojos y escruta con su mirada ávida y meridional la superficie tersa de la tela. La estancia huele a humedad y a aceite de linaza y la luz tamizada que se filtra por los altos ventanales ofrece una agradable penumbra para el trabajo y la reflexión. También para el sueño por lo que parece, al menos el perro no se ha resistido y bosteza ostensiblemente mientras se echa, vencido por la modorra. El pintor, que sigue ensimismado delante de su gran obra, sonríe. Puede que esté calculando el próximo paso, la siguiente pincelada. O puede que tenga el pensamiento lejos, en otros asuntos más mundanos. En todo caso, se le intuye satisfecho. Tanto, que se diría que no ha advertido siquiera que tiene regia visita. Justo cuando los demás, alerta, la han adivinado de refilón a través de un viejo espejo y empiezan a articular, una vez más, la consabida coreografía de genuflexiones. Al pintor le da lo mismo, parece que ese momento, que el Tiempo, le es indiferente. Su mirada trasciende el instante que acaba de dejar congelado en el lienzo. 

Velázquez, ajeno a todo, se vuelve. Y nos guiña un ojo.


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