JET LAG
Para Rosa
Llegamos bordeando la frontera de sombra
de una asimetría celeste desconocida
que ya nos descuadró en el aire los días y el calendario
(Tú me vigilaste las horas del viaje más largo)
Eso agravó la sensación de exilio tan intensa:
no saber si escapábamos o regresábamos,
si del pasado al futuro o al revés,
y viceversa.
Cuando tomamos tierra
anduvimos torpes y pesados
por las arterias obstruidas de la ciudad,
boqueando desesperados como peces en un acuario de gelatina,
mientras intentábamos aclimatarnos
buscando las coordenadas
que creíamos tener aprendidas de memoria
pero que las calles se empeñaron
en evitarnos en cada esquina,
convirtiendo el mapa de papel de Tokio
en un laberinto hostil de cables y cemento.
Émulos ufanos de Teseo
ya no nos abandonó nunca
esa sensación muelle de peregrinos lunares.
Casi siempre boquiabiertos y expectantes
fuimos trazando rutas invisibles
con hilos de ceniza y granos de arroz
en pos de dioses musculados de purpurina,
soñando a ras de suelo
con anillos de futuro en los fondos de los estanques
que custodiaban para ti sirenas arco iris.
Cazamos grullas de papel
ateridos de frío nuclear pese a la canícula,
bordeamos las noches por precipicios de neones,
donde descubrimos los arcanos de las mujeres inmortales
y la música que hay en las piedras y el agua.
Dimos de comer a los ciervos
y a los espíritus rojos de los zorros,
coronamos la cima un atardecer de terciopelo
que se derramaba sobre Kioto por la cremallera de los siglos.
Y volvimos.
Y vino el jet lag luego
a rematarnos las certezas moribundas,
a mezclarnos las imágenes
en el insomnio inducido de la madrugada,
como un veneno de acción lenta,
confundiéndonos en la vigilia
lo soñado con lo vivido,
desnortándonos
para borrar todas las huellas
y para sembrar todas las dudas:
para convertir nuestras vacaciones en mitología.