Para Rosa
Mientras tú montabas el sofá
la muerte traspapeló las instrucciones
confundiendo los tornillos de Ikea con los del ataúd
y las coronas de flores invisibles olían a aguarrás
cuando ya de noche no pude estrenarte en el tálamo caliente
porque me tocó velar un cuerpo frío de lagarto
(que no era ya de nadie).
Ni siquiera fue capaz de imponerse el invierno al día siguiente,
(como correspondía)
el primero de nuestra era,
colándosele la primavera por los renglones,
implacable y obscena en el camposanto,
haciendo supurar savia entre las grietas de los nichos,
improvisando ordalías de gorriones
y catafalcos trenzados con cipreses.
Cuando bajamos la cuesta
se vino una pena fiada a vivir con nosotros,
se quedó la otra casa murada,
mientras se deshojaban sus paredes de recuerdos,
y rigió la memoria a este lado del mundo
durante demasiadas madrugadas
insomnes y oceánicas
a través de este faro desde el que yo me empeño en alumbrar
el mapa de la tierra antigua,
cartografiado en sangre sobre las ortigas,
ahora que las abonamos juntos con lágrimas y risas
y las recolectamos a dentelladas en guirnaldas de futuro:
un buen racimo de nuestras heridas
y un manojo de luz.